24 de abril de 2010

La medalla de 1992

Paseando mi vista por la estantería que tengo justo encima de mi monitor me he quedado mirando un rato una de las medallas que logré en mi etapa de colegial.

Como en la mayoría de los colegios, cada año se celebraba un certamen del propio colegio donde se premiaban las mejores obras maestras de los alumnos y posteriormente, en la fiesta de final de curso, acompañados de todos los padres, se entregaban las medallas correspondientes anunciando tu nombre por megafonía.

Allí fui yo, todo rojo y posiblemente disfrazado de duende o de guarda real árabe en Junio de 1992, con 8 años, a recoger la medalla de la mejor redacción por un texto donde explicaba todo lo que hice en esa semana santa: Visitar Sevilla y la Expo '92.

Hay aficiones que tomas y dejas, así pasó con la mayoría de extraescolares en las que he participado, como el judo, baloncesto, el piano, la doma, ... Sin embargo me impresiona ver que después de 18 años sigo enamorado de la escritura.

Nadie me enseñó a seguir unas formas a la hora de redactar, definir o describir. En cuanto pude decidir mi orientación profesional, abandoné la rama de las letras para subirme por otras con su significado biológico. Y terminé preparándome para la universidad por la especialidad biosanitaria, puesto que la biología es otra de mis grandes pasiones.

Mi elección universitaria se alejaba teóricamente más del papel y del boli cuando me decanté por Ingeniería Informática Superior. 5 años de números, estrategias, lenguajes incomprensibles que lograban funcionar minutos antes de las entregas.

Sin embargo, aunque no fuese consciente de ello, seguía practicando. Entre exámenes y memorias de prácticas, comentarios en código de programación, consiguieron que no perdiese el ritmo hasta día de hoy.


¿Qué puede traerte una afición tan sana como la escritura? ¡Solamente cosas buenas! Te relaja, te olvidas de tus problemas durante el tiempo que rellenas folios y mantiene la mente encendida cuando discutes contigo mismo si esta frase está bien escrita así o se entenderá mejor de otra manera o lo bien que quedaría una combinación de dobles sentidos.

Los que escriben me entenderán si digo que miles de veces tienes una historia prácticamente escrita y al llegar a la conclusión te das cuenta de que no está bien asentada, o no tiene el ritmo que quieres. No lo piensas dos veces, actúas por instinto, borras y vuelves a empezar. Todo esto te ayuda a ser perfeccionista.

Solo tiene cosas buenas, eso pensaba yo, pero no es cierto. La escritura consiguió que me alejase de otra afición sana casi desde que terminé el colegio y no tuve la obligación de hacerlo. Me refiero a la lectura.

Cada vez que abro un libro, me engancho a él, devoro las cuarenta, ochenta, ciento cincuenta primeras páginas hasta llegar al párrafo maldito. Ese párrafo en el que pienso con rabia: "Sharpe, Hornby, Asimov, Pratchett (como se llame el autor)... ¿Por qué repites dos veces una palabra en el mismo párrafo? ¿Por qué no describes antes de poner al personaje en acción? ¿Por qué lo has escrito así y no de otra forma? Yo lo hubiese escrito así. Castigado a la estantería."

Y como una amante, vuelvo a la escritura para aprovecharme una vez más de ella.


Curiosidad: Aquel premio de 1992 que ganó pese a tener una mancha en rojo señalando que vaso se escribe con v.

9 de abril de 2010

Historias de universidad: Reno embolao

Mucha gente cuenta que la mejor época de su vida es la de estudiante, y dentro de la vida de estudiante, la universidad es la crema de la crema. Para no caer en la redundancia podríamos decir que es la crema de la pomada.

Estoy totalmente de acuerdo. La universidad es algo distinto, y la mayoría de las malas opiniones sobre los universitarios son deliciosamente ciertas. Lo que es un ejemplo de vaguería o sinvergüencería para el mundo exterior es una muestra de envidia hacia los universitarios por nuestra parte, algo digno de ignorar.

Si bien mi grupo de amigos no era un grupo modelo (la bloggera Lhotse puede dar fe de ello), tampoco podemos tacharnos de fracaso. Entramos todos en el "tiempo medio de finalización de la carrera". Los que más pronto lo hicieron terminaron en 4 años, los más lentos, 6 años, y viendo nuestras costumbres, más que fracaso debería llamarse éxito o milagro.

(Entenderemos por cesped todas las zonas verdes de este plano, aunque muchas eran rastrojos)

Anécdotas de césped, cafetería, asociación de alumnos, laboratorios, biblioteca, salas de estudio, ... de las que te hacen pensar: "Creo que nos hemos pasado..... ¿y lo que nos hemos reído?". Sobre todo cuando algún profesor tenía cargos de conciencia por su primer expulsado de clase en 15 años.

Anónimamente os contaré una historia de las más recordadas cuando quedamos de birras.

Aunque a nadie le interese.

Corría el 2005, cursábamos cuarto curso (y último para algunos) y estábamos en clase de una asignatura troncal como es Sistemas Informáticos I, algo extraño, ya que, tras pasarnos las mañanas leyendo el periódico y haciendo prácticas, era usual que fuésemos a comer al Plaza Norte 2 y volviésemos a los laboratorios con unos huevos kinder y una tarrina de helado a seguir haciendo prácticas. O quedarnos en el cine a ver una película de 4 a 6, con la sala para nosotros.

Este día rompimos la rutina, pasamos de hacer prácticas, comimos antes y llegamos a clase con nuestros huevos kinder. Los montamos y en uno de ellos nos apareció un bicho que tiraba de un carro y con unos cuernos muy aparentes. No, no era la novia de nadie, era un reno.


Ante la expectación que causó esta criatura en las manos del sortudo comensal del huevo kinder, se empezaron a crear envidias a su alrededor.

Tradiciones de la tauromaquia cayeron sobre él, inexplicáblemente, ante la pavorosa mirada de su dueño que gritaba en voz baja: "¡¡¡Mi reno!!!, ¡¡¡mi reno!!!". Banderillas, estoques, montajes fotográficos con el móvil mientras en la pizarra se formaba un croquis de relaciones entre tablas de bases de datos que nadie era capaz de seguir.

Y como culmen del sacrificio, una costumbre española bien espectacular y salvaje como es el "toro embolao", el "reno embolao" en este caso.

Un par de papelitos atados en los cuernos para formar llama, un mechero para comenzar la "cremà" (de nuevo, "pomadà" para los que no estén familiarizados con las fallas) y los cuernos a arder a la primera de cambio. Fallaba algo, el reno no se movía con la soltura que lo haría un toro.


Expentantes ante la reacción del reno, parcialmente derretido, éste se manifestó provocando una humareda y un olor enrabietado y pegajoso que no dejó indiferente a nadie, ni siquiera al profesor/a (demos lugar a la imaginación) que nos preguntó: "¿Qué hacéis?"

- "Ahora lo apagamos" - contestamos. Y soplamos con la seriedad que nos caracteriza para seguir atentos a aquel enjambre de líneas y cuadrados que se suponía que almacenaban información.

Aunque a nadie le interesase.